viernes, 23 de marzo de 2012

1.

A veces cierro los ojos y la veo. Aún puedo sentir su pelo, que siempre tenía ese olor a champú de mango que tanto la gustaba. Recuerdo su sonrisa tímida; su sonrisa de verdadera felicidad, y las carcajadas sonoras-mudas-suspiro que salían de su boca cuando oía, veía o imaginaba algo que la hacía gracia.
Y sonrío.

Pero entonces abro los ojos y no la veo en absoluto.
Recuerdo el día en que se fue y aprieto los puños.

Al girarme puedo ver cosas suyas que olvidó recoger. Siguen en su sitio a pesar de que hace tiempo que se fue. Aunque a mi me parece que fue ayer cuando el sonido de un portazo me despertó de esa jodida siesta.

Recuerdo sus listas de películas favoritas, sus "segundas escenas preferidas"- de las que nunca supe el motivo. Veo sus folios reciclados escritos escritos en Edding en los que confesaba los libros que quería leer o las cosas que quería comprar cuando fuésemos al Rastro.
Miro a la estantería vacía que se encuentra sobre la tele: nada. Aunque eso siempre me lo temí. Jamás se separó de su "Héroes" ni de "Rayuela". Se aferraba a ellos de forma inexplicable, metiéndolos incluso en su bolsa de mano cada vez que hacíamos un viaje.
Una vez me explicó el motivo por el que no quería separarse de ellos: "Son demasiado buenos- me dijo- Y, además, son para siempre. Es lo único que es para siempre". Entonces sonreía y tumbaba su cabeza en mi hombro.
Y tenía razón: en su vida nada era para siempre, excepto sus libros. Ni si quiera yo lo fui.




A.

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