domingo, 25 de marzo de 2012

2.

La semana posterior a su marcha no salí de casa. Tenía la esperanza de que iba a volver al desorden de nuestro cuarto, a los libros tirados por la mesa o formando columnas por el suelo del estudio, a las cenas rápidas formadas por ensalada, cigarrillos y whisky. A esa vida que los dos creamos sin organizar nunca nada.

Pero no lo hizo. Cada vez que sonaba el telefonillo, una felicidad asomaba por mis labios en forma de sonrisa, y la frase de perdón que tanto había ensayado pasaba rápida por mi mente y se asentaba en mi garganta, esperando a que abriese la boca y la diese un pequeño empujoncito. Entonces esas palabras saldrían, yo lo diría rápido y ella, que estaría en frente mía, apoyada en el marco de nuestra puerta, me miraría y pondría la segunda de sus varias sonrisas y después se reiría- porque sé que lo haría- y entraría cerrando la puerta tras de sí. Sin embargo, un pinchazo en el estómago me devolvía a la realidad, borrándome esa sonrisa y haciéndome responder de forma huraña "que no, que no te voy a abrir porque es un coñazo que siempre repartáis las cartas a la hora de la siesta", y colgaba. Y entonces volvía al sofá y me daba cuenta, como cada día, de que ella no iba a volver, que todo era mi culpa.
Por gilipollas, por pensar que con un ramo de flores al mes y un masaje rápido en la espalda jamás se iría de mi lado.
Por convencerme de que a todas las tías las gustan las flores y los masajes y por darme cuenta demasiado tarde- o por olvidar demasiado pronto- que ella no era una tía cualquiera.
Y así desechaba la idea de que ella se daría cuenta de-lo-que-las-tías-se-dan-cuenta-en-las-jodidas-películas y acabaría volviendo.
Pero una llamada al móvil o el creer escuchar a alguien abrir la puerta de la entrada me convencían de que aún quedaba una mínima posibilidad de que ella volviera a desearme y que regresara a casa con dos capuccinos y una gran galleta de chocolate en una mano y su maleta llena de pegatinas en otra.

A.

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